Modelo agrario destructivo

01.08.11
América XXI

Por María Inés Aiuto

Ecología: bajo el éxito en los volúmenes y precios de las exportaciones de materia prima, América Latina esconde los problemas que genera un modelo agropecuario diseñado por grandes empresas multinacionales de la biotecnología, cuya expansión genera importantes consecuencias: disminución de la biodiversidad, degradación de los suelos, eliminación de bosques nativos, contaminación ambiental, malformaciones y enfermedades en seres humanos, concentración de la propiedad de la tierra y desempleo, entre otras. Millones de hectáreas de monocultivos se siembran en los denominados países en desarrollo para satisfacer la demanda mundial, en el marco de una política que posterga las necesidades de las poblaciones locales y favorece al capital transnacional.

Desde mediados de los 1990, los cultivos comerciales genéticamente modificados se expandieron en varios países de América Latina con la propagación de la agricultura industrial. Si bien existe una amplia variedad de estos cultivos en 12 países de América Latina, la expansión de la soya genéticamente modificada y resistente al herbicida Roundup (soja RR) de la multinacional estadounidense Monsanto es la cara más visible de este fenómeno.

Otros actores principales en el desarrollo y comercialización de estos organismos (cultivos) genéticamente modificados (OGM) son empresas multinacionales como Syngenta, Bayer, Dupont y Dow Agroscience. Estas compañías cuentan además con apoyos estatales a través de universidades, centros de investigación, institutos nacionales y organismos públicos con los que llegan a tener acuerdos estratégicos. Muchos científicos del continente vuelcan sus esfuerzos para el desarrollo de los OGM en investigaciones financiadas por empresas multinacionales –en convenio con sus institutos o universidades, con la promesa de compartir los beneficios económicos de su futuro patentamiento.

América Latina es la segunda región con mayor superficie cultivada con organismos genéticamente modificados (OGM) en todo el mundo, con más de 52 millones de hectáreas entre Brasil, Argentina, Paraguay y Uruguay; América del Norte lidera la lista con 75 millones de hectáreas.

Este tipo de agricultura necesita la aplicación de un gran número de insumos –pesticidas, fertilizantes y agua, el empleo intensivo de maquinaria y subsidios ambientales. Además, promueve la concentración de la producción en grandes explotaciones agrarias y la desaparición de las granjas campesinas de pequeño y mediano tamaño. Con estas familias, que se ven forzadas a migrar a las ciudades, se pierden los conocimientos agrícolas tradicionales y variedades autóctonas mientras el avance del monocultivo atenta contra la seguridad alimentaria de las poblaciones.

Bolivia ambigua, Chile con el TLC

Estas razones provocaron la reacción de activistas ecologistas y comunidades indígenas cuando el gobierno de Bolivia aprobó a fines de junio la Ley de la Revolución Productiva Comunitaria Agropecuaria. Desde el Estado Plurinacional afirmaron que la norma “combate abiertamente a los alimentos transgénicos” y acusaron a algunas organizaciones no gubernamentales de mentir a la población acerca del texto. Lo cierto es que ley no promociona los OGM, pero tampoco los prohíbe: busca su regulación. En los artículos 15 y 19 referidos al uso de los transgénicos se lee: “no se introducirán en el país paquetes tecnológicos agrícolas que involucren semillas genéticamente modificadas de especies de las que Bolivia es centro de origen o diversidad, ni aquellos que atenten contra el patrimonio genético, la biodiversidad, la salud de los sistemas de vida y la salud humana”. Y más adelante aclara: “deberán identificarse los productos genéticamente modificados y se establecerán disposiciones para el control de su producción, importación y comercialización”.

Bolivia comenzó la siembra experimental con fines comerciales de semilla de soya transgénica argentina en el departamento de Santa Cruz de la Sierra en 2005 y hoy en día posee 900 mil hectáreas cultivadas con soya genéticamente modificada.

Un avance de los agronegocios mucho más preocupante sucedió en Chile, cuando miles de manifestantes se oponían a la construcción de cinco centrales hidroeléctricas. Con 13 votos a favor, cinco en contra y seis abstenciones, el Senado aprobó en mayo el Convenio Internacional para la Protección de las Obtenciones Vegetales (Upov 91) que abrirá la posibilidad de monopolización de los derechos de las semillas autóctonas y transgénicas a empresas internacionales como Monsanto y extenderá el tiempo de vigencia de los derechos y garantías de estas transnacionales que venden semillas híbridas y transgénicas en el país. A través del registro de la propiedad de las semillas, empresas e instituciones extranjeras se adueñan de gran cantidad de variedades y luego imponen su derecho en el mercado.

Uno de los factores decisivos para esta aprobación fue el Tratado de Libre Comercio entre Chile y Estados Unidos. Lucila Díaz Ronner, abogada y miembro del Grupo de Reflexión Rural de Argentina, explicó que “la Upov 91 presenta fuertes restricciones al impedir la práctica del derecho de uso propio de la semilla, y limitar el acceso a trabajos de mejoramiento vegetal”. Y señaló que las empresas transnacionales de la biotecnología “logran a través de la Upov 91 aumentar su control de mercado y avanzar hacia un tipo de protección más similar al patentamiento”. Esto permitiría la apropiación privada de variedades de cultivos nativos no inscriptos ante la ley.

A fines de junio el Tribunal Constitucional recibió a individualidades y organizaciones sociales que expusieron sus argumentos a favor y en contra de la aprobación del Convenio Upov 91, luego de que un grupo de 17 parlamentarios solicitara determinar la ilegalidad de la norma, por lo que aún es posible que las autoridades jurídicas reviertan este convenio internacional.

OGM: mitos y verdades

Con el fin de incentivar este modelo de agricultura industrial, las corporaciones biotecnológicas han empleado un puñado de argumentos para defender a los OGM. Según éstas, los cultivos reducirían el empleo de agrotóxicos, el costo de los insumos y los problemas ambientales; contribuirían a la producción eficiente de biocombustibles, ayudarían a mitigar el cambio climático al bajar la emisión de gases de efecto invernadero, aumentarían la productividad fortaleciendo la seguridad alimentaria, permitirían luchar contra los subsidios europeos y terminarían con el hambre en el mundo. Este último argumento mutó desde 2005 al de terminar con la “pobreza mundial”, tras argumentar que las cadenas agroindustriales proveerían de fuentes de trabajo a las poblaciones pobres.

Pero el cultivo de OGM no respondió a tales expectativas. No sólo no redujo el empleo de agrotóxicos, sino que aumentó notablemente su uso. Algo que es claramente visible con la soya RR, uno de los principales cultivos OGM en Latinoamérica, resistente al herbicida glifosato. En Argentina, entre 1996 –cuando se legalizó la soya RR– y 2006 el uso de glifosato pasó de 20 millones de litros a 180 millones, cifra que hoy superaría largamente los 200 millones de litros.

El cultivo de soya RR está integrado por un paquete tecnológico que incluye la semilla genéticamente modificada, el herbicida glifosato y el sistema de siembra directa. Con este método se eliminan los laboreos de la tierra durante la preparación del terreno y la siembra, reduciendo costos en combustible y mano de obra. El arado es reemplazado por el uso de glifosato y herbicidas para lograr un control eficiente de las malezas antes de sembrar la soya, en un proceso que genera la aparición de nuevas plagas agrícolas, que deben ser combatidas con otros agrotóxicos específicos. Pero además, la soya RR no tiene defensas contra los insectos, por lo cual también se utilizan insecticidas.

El desarrollo masivo de OGM en el campo encuentra su límite cuando la diversidad biológica de las plagas encuentra soluciones naturales al control biotecnológico. El maíz Bt, extendido en millones de hectáreas durante una década, es el principal factor para disparar la aparición de plagas resistentes o tolerantes a la toxina que produce este OGM. El monocultivo es un espacio propicio para la propagación de nuevas plagas, como lo demuestra el crecimiento de la Roya asiática sobre los cultivos de Soya RR en el Cono Sur.

El uso de un mismo herbicida de manera masiva y sostenida en el tiempo provoca la aparición de tolerancias y resistencias en las malezas. Hacia 2005 ya se habían encontrado al menos ocho especies de malezas tolerantes al glifosato en el norte de Argentina. Poco tiempo después se encontraron los primeros indicios de resistencia al glifosato en la peor maleza de la historia agrícola argentina: el sorgo de alepo, hecho que planteó diversos escenarios: desde la pérdida masiva de cosechas para lograr un control eficiente, hasta la utilización de herbicidas casi abandonados, mucho más tóxicos que el propio glifosato.

Consecuencias de los agrotóxicos

El uso masivo de agrotóxicos que se realiza con aplicación aérea y/o terrestre trae aparejados múltiples problemas de contaminación, como la filtración de componentes químicos en las napas de agua o su propagación por deriva en aguas superficiales. Diversos estudios demuestran que el glifosato –tanto puro como en sus formulados comerciales, produce malformaciones y muerte posterior en las larvas de anfibios –y otros organismos– y modifica los niveles tróficos en el ecosistema.

Pero lo más grave es el incremento de afecciones cutáneas y respiratorias, trastornos en la salud reproductiva (disminución del recuento y la funcionalidad espermática, pubertad precoz en niños y niñas, aumento en la aparición de cáncer de mamas, próstata y testículos y de malformaciones asociadas con problemas hormonales) y en el sistema nervioso central (neurotoxicidad), detectados por médicos rurales en la principales provincias soyeras de Argentina. En algunas localidades se reportaron 12 malformaciones cada 250 nacimientos.

El uso de plaguicidas también reduce la biodiversidad y causa la desaparición de grandes cantidades de abejas por la falta de especies vegetales para alimentarse. Siendo que polinizan el 90% de los cultivos, su disminución poblacional afecta la cadena alimentaria.

Otro problema central de la intensificación de la agricultura industrial y la expansión de la soya RR en Argentina, Paraguay, Brasil, Bolivia y Uruguay es la deforestación a gran escala que se produce para extender la frontera agraria. Algo que también reduce la biodiversidad, afecta a comunidades indígenas y profundiza el cambio climático. El desmonte total acelera los procesos oxidativos en el suelo y provoca un desbalance hídrico que le hace perder su materia orgánica. Hecho que puede hacer ascender las napas y salinizar los suelos con resultados nefastos tanto para la agricultura como para la restauración futura de los ecosistemas naturales.

En el caso de Argentina, las estimaciones oficiales indican que año tras año se repone vía fertilización química sólo el 30% de los nutrientes extraídos por los cultivos. Esto queda oculto muchas veces debido a la gran eficiencia de la planta de soya para obtener nutrientes aún de suelos empobrecidos.

Alimentación y productividad

Estudios recientes demuestran que los cultivos OGM de maíz, soya, algodón y canola tienen menor rendimiento que las mismas variedades no transgénicas, llegando en algunos casos a producir hasta un 10% menos. Pero si no aumentan la productividad, ¿para qué se los promociona? Los OGM son vendidos por las empresas por dos motivos: simplifican el cultivo y aseguran el empleo de los herbicidas que estas empresas fabrican.

La productividad de los OGM está enmascarada por enormes subsidios. En todos los países donde se cultiva soya y maíz transgénicos se verifica un aumento en la escala de producción para asegurar la rentabilidad del negocio. Con el aumento del área cultivada desaparece la ganadería, la producción lechera y la frutihortícola. En apenas 10 años Argentina perdió unos 60 mil establecimientos rurales (el 25% del total) y aumentó significativamente el tamaño promedio de los mismos. La desaparición de estos establecimientos medianos y pequeños dedicados a producir alimentos, significó un deterioro profundo de la soberanía alimentaria y un incremento en los precios para el consumidor. En los últimos cuatro años, Argentina perdió 10 millones de cabezas de ganado bovino por el avance descontrolado de la agricultura industrial de OGM (cerca del 18% del stock ganadero al año 2006) y el precio de la carne de vaca se triplicó en menos de dos años, arrastrando también el precio del pollo y del cerdo.

La concentración de tierras en grandes propiedades va acompañada de una enorme mecanización y una menor demanda de trabajadores. En Brasil, por ejemplo, por cada empleo que genera el cultivo de soya RR quedan afuera del sistema laboral 11 trabajadores de otras producciones. En Argentina se necesitan sólo dos personas para trabajar mil hectáreas de soya.

En las regiones donde los cultivos OGM se expanden a expensas de la deforestación, numerosas comunidades indígenas y campesinas son expulsadas violentamente de las tierras que ocupan tradicionalmente. Las personas desocupadas y expulsadas migran a las grandes ciudades en busca de oportunidades laborales y en gran medida terminan ensanchando los cinturones de pobreza de las grandes urbes latinoamericanas.

Aumento de la desocupación, migración forzada, empobrecimiento y pérdida de los nutrientes del suelo, sumado al enorme costo socio ambiental, son las consecuencias asumidas por las sociedades de Latinoamérica por la expansión de la producción de OGM para abastecer los mercados internacionales.

América Latina, con baja densidad de población, estaría en condiciones de generar alimentos sanos para todos sus habitantes e incluso para otras regiones. Pero hasta ahora la globalización económica define otras políticas agropecuarias.

OGM en el mundo
Los 10 países con más de un millón de hectáreas cultivadas fueron Estados Unidos (66,8 millones de hectáreas), Brasil (25,4 millones), Argentina (22,9 millones), India (9,4 millones), Canadá (8,8 millones), China (3,5 millones), Paraguay (2,6 millones), Pakistán (2,4 millones), Sudáfrica (2,2 millones) y Uruguay (1,1 millones).

Los cuatro grandes cultivos son la soya transgénica (73,3 millones de hectáreas), el maíz Bt (46,8 millones), el algodón transgénico (21 millones) y la colza modificada genéticamente (siete millones de hectáreas).
En la Unión Europea sólo están autorizados dos cultivos transgénicos: una cepa de maíz para alimentación animal y una papa para la fabricación de papel. Para el resto sólo está permitida su comercialización, pero no su cultivo. Esto se debe al fuerte rechazo que existe en muchas sociedades europeas para con este tipo de cultivos.

Biocombustibles
Tanto la soya como los maíces genéticamente modificados tienen como principal destino la producción de forraje animal y biocombustibles. Sólo en una pequeña parte se utilizan para el consumo humano -en forma de aceite y emulsionante-.

Además de intensificar el cultivo de OGM y la deforestación, los biocombustibles compiten directamente con la producción de alimentos, por lo que reducen su oferta, eliminan tierras aptas para su cultivo y aumentan su precio. El biodiesel -proveniente del aceite de soya RR- y el bioetanol -cuya materia prima son los maíces genéticamente modificados- están afectando millones de hectáreas que ya no se emplean ni para el cultivo de alimentos ni para la cría de ganado.

Ante las posibilidades que brindan los nuevos mercados, crece el desarrollo de nuevos OGM específicos para la producción de biocombustibles. Entre ellos se destacan varios eventos sobre caña de azúcar y el desarrollo de árboles transgénicos.

Investigación: Marcelo Viñas y María Inés Aiuto

Link:
http://www.americaxxi.com.ve/revista/articulo/76/p-class-titel4-modelo-agrario-destructivo-p

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